Los príncipes se valen de los
intelectuales mientras ellos les son útiles para sus logros. Cuando los
intelectuales se ponen al servicio de los intereses del príncipe y formulan
justificaciones para sus actos o los inspiran en decisiones que les darán más
poder (caso Guzmán con Pinochet). Pero cuando el intelectual no le sirve al
príncipe, entonces será considerado enemigo y aunque se parte sólo por
descalificaciones (“él no sabe de política”, por ejemplo), se puede terminar
con las más atroces persecuciones. Es cierto que hay veces que los
intelectuales pueden tener aproximaciones muy distintas sobre las decisiones
que se deben tomar y entonces se abrirá un debate que puede ser muy conveniente
en la sociedad. Nadie tiene “siempre” la razón y todos, incluso los príncipes
que se sienten superiores, pueden equivocarse. Incluso hay algunos que tienden
a equivocarse mucho.
Hay cuestiones prácticas en las
que la mera teoría no basta. Pienso, por ejemplo, en el sistema de movilización
colectiva de Santiago, cuando el Presidente Lagos Escobar encarga a teóricos
que nunca andaban en micros la elaboración de un plan de cambios radicales. Claro,
ése fue un error. Pero descalificar a los intelectuales como lo ha hecho
Ignacio Walker, con el coro de algunos políticos acomodados al poder, es propio
de quienes se creen superiores o dueños de un poder especial.
El tema no es entre el senador y
Engel, sino entre los intereses del primero y sus colegas con la mirada de una
sociedad cansada de abusos. Tuvimos una larga dictadura y luego una política
encapsulada que se ha ido desprestigiando crecientemente. Este desprestigio no
sólo es fruto de la desvalorización que la dictadura hizo de la política, sino
sobre todo de la acción (conducta) de los dirigentes políticos durante los
últimos 26 años. Desde el indecoroso pacto de transición que los lleva a
adoptar las orientaciones básicas del sistema de Guzmán y Pinochet hasta la
conducción cupular que inhibe la participación y desvaloriza la acción
política.
No cabe duda que una democracia
sin partidos no funciona, porque termina en manos de caudillos y de aventureros
o cautiva por quienes solo se mueven por sus intereses. Lo vemos en Venezuela,
por ejemplo, donde la crisis de los grandes partidos por su corrupción y
mediocridad terminó en lo que hoy existe. Pero eso no puede significar que los
partidos tengan permitido hacer lo que les plazca a sus dirigentes. Los
partidos se deben a dos realidades: su doctrina y sus militantes. Los partidos
sin doctrina (partidos programáticos, pragmáticos, de clase, de intereses)
pueden dañar severamente la convivencia democrática, pues sus decisiones no
tienen más permanencia que la conviene a sus dirigentes. Los partidos sin
militantes reales, falsifican la democracia. Decir que la Democracia Cristiana,
por ejemplo, tiene 110 mil militantes es una alteración de la realidad, pues en
sus elecciones internas nunca votan más de 20 mil. Y eso pasa en todos los
partidos. Entiendo que los dirigentes que esperan recibir dinero del Estado por
cada militante inscrito, quieran seguir manteniendo la realidad actual. Pero
reconozcamos que eso es un atentado a la ética y a la democracia. Tener
partidos falseados es tan grave como no tener partidos, porque lo que sucede es
que la democracia se desvaloriza, abriendo el camino a aventuras de diversas
especies.
Necesitamos certezas: que los que
quieren ser militantes lo digan claramente en un acto personal de renovación
del compromiso y no mediante subterfugios o trampas. Ampliar plazos no es sino
una manera de seguir postergando lo central.
Pero el príncipe quiere seguir
gobernando y para eso necesita intelectuales que le sirvan y no lo critiquen. Entonces
dice que él sabe de política y el intelectual no. Dice que él conoce la
realidad y nadie sabe tanto como él, aunque haya estudiado y, sobre todo, sea
capaz de pensar en forma libre. Separa el pensamiento y las ideas de la acción
política, tal como separa la ética de su propia conducta u olvida la doctrina
que no le sirve a sus intereses de poder.
El senador Walker no tuvo reparos
en contradecir la voluntad de los miles de militantes que aprobaron ciertas
pautas claras de acción para los demócrata-cristianos en el V Congreso de 2007.
No le importó que se acordara el rechazo a los aportes de las empresas a los
candidatos ni que se dijera que el voto debía ser obligatorio igual que la
inscripción. Porque él tiene su propia mirada y es la que vale. Dice que no se
puede responsabilizar a los militantes: estamos de acuerdo, pues ha sido él
como dirigente el que ha hecho daño al Partido. Él y quienes le han dado
sustento han conducido a la reducción de los electores reales, a la disminución
de casi un millón de votos de la DC, al desprestigio de la tarea política y al
deterioro ético.
Mientras antes y mejor se haga el
proceso de reafiliación, más posibilidades tenemos de que la democracia se
fortalezca y que los partidos tengan dirigentes que representen lo que sus
bases piensan.
¡Cuidado intelectuales, los
príncipes están en armas!
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