martes, octubre 27, 2015

SOBRE EL PROCESO CONSTITUCIONAL



Escucho críticas altisonantes, enfurecidas, de diputados de la UDI y algunos de RN: que el proceso de generación de una nueva Constitución es ideológico y que como no se dicen qué contiene, ellos votarán en contra del presupuesto en el Congreso. ¿Inconsistencia intelectual? Por decir lo menos.
En efecto, sino se conocen los contenidos mal puede acusarse de ideologismo. Y si se dice que se quiere iniciar un proceso, ¿por qué querer anticipar contenidos?
Chile nunca ha tenido una Constitución verdaderamente mayoritaria. Después de las imposiciones militares u oligárquicas del siglo XIX, en el siglo XX ha habido dos intentos fundacionales, ambos militaristas y oligárquicos, refrendados por plebiscitos claramente fraudulentos. Por supuesto en ninguna de estas constituciones es todo malo, salvo el proceso de generación. Hay aspectos positivos y otros inadecuados.
Hoy, por primera vez se dan ciertas condiciones para generar una Constitución Política con respaldo democrático desde su discusión y hasta su aprobación y puesta en marcha. Entre otras, que un 70% de los chilenos considera que es conveniente o necesaria una nueva carta fundamental.
Si el gobierno de Bachelet hubiese dicho los contenidos que quiere para la nueva Constitución, ¿para qué preguntar al pueblo? El énfasis que se ha puesto es en el amplio proceso de discusión, buscando qué es lo que quieren las personas. No se trata de escuchar sólo a los ilustrados, a los profesores universitarios (ya sesgados) o a los partidos. Tampoco se quiere preguntar sólo a los grupos de interés o a los que están organizados como minorías con opinión. La idea es generar entusiasmo en la idea de que todos, desde sus ideas, desde sus intereses, desde sus carencias, desde sus conocimientos y desde sus ignorancias, desde sus miedos y desde sus deseos, sean capaces de decir qué es lo que quieren y qué es lo que no quieren de una nueva carta política.
Por eso el proceso es importante: pues todos podremos ser oídos por todos. Cada uno en su territorio podrá ir aportando ideas. Para eso es la educación cívica: precisar qué es una Constitución, qué puede contener, qué no debe contener. Sabiendo eso, se irán expresando las ideas en un proceso creciente y que permitirá decantar lo fundamental.
Todos tenemos derecho a proponer ideas y a sugerir cuestiones de fondo. Nadie, por otra parte, puede pretender que todas sus ideas sean consensuadas o que tengan apoyo mayoritario. Tampoco se puede pensar en una Constitución Política que guste a todos. No: de lo que se trata es que surja una carta fundamental que reúna un apoyo verdaderamente mayoritario de la sociedad. La democracia ejercida con conocimiento y participación asegurará que el texto tenga un respaldo que le dé cierta estabilidad, sin pretender que sea un texto para siempre.
Por cierto que las ideologías saldrán al tapete. Lo malo no son las ideologías, sino que el intento de imponer ideas mediante malas artes. La búsqueda debe ser la mayor concordia de ideas, el más amplio encuentro ciudadano, la mejor discusión de puntos de vista.
Por eso se requiere respeto, difusión, amplitud de miras y mucha gente trabajando en el esfuerzo. Pese a todos los problemas que un proceso así puede traer.
Es urgente iniciar el proceso constitucional democrático. Pero es importante hacerlo bien y generar un compromiso claramente mayoritario.
La derecha tiene una gran posibilidad: dejar de cerrar caminos y ponerse a trabajar por una mejor forma de vivir entre todos los habitantes del país, donde las decisiones se tomen con respeto y valoración de las personas.
Recuerdo la frase de un viejo dirigente, que se convirtió en eslogan para los demócrata cristianos en la época de la dictadura: “Queremos una patria para todos, incluso para los que no quieren una patria para todos”.

martes, octubre 13, 2015

El príncipe y los intelectuales



Los príncipes se valen de los intelectuales mientras ellos les son útiles para sus logros. Cuando los intelectuales se ponen al servicio de los intereses del príncipe y formulan justificaciones para sus actos o los inspiran en decisiones que les darán más poder (caso Guzmán con Pinochet). Pero cuando el intelectual no le sirve al príncipe, entonces será considerado enemigo y aunque se parte sólo por descalificaciones (“él no sabe de política”, por ejemplo), se puede terminar con las más atroces persecuciones. Es cierto que hay veces que los intelectuales pueden tener aproximaciones muy distintas sobre las decisiones que se deben tomar y entonces se abrirá un debate que puede ser muy conveniente en la sociedad. Nadie tiene “siempre” la razón y todos, incluso los príncipes que se sienten superiores, pueden equivocarse. Incluso hay algunos que tienden a equivocarse mucho.
Hay cuestiones prácticas en las que la mera teoría no basta. Pienso, por ejemplo, en el sistema de movilización colectiva de Santiago, cuando el Presidente Lagos Escobar encarga a teóricos que nunca andaban en micros la elaboración de un plan de cambios radicales. Claro, ése fue un error. Pero descalificar a los intelectuales como lo ha hecho Ignacio Walker, con el coro de algunos políticos acomodados al poder, es propio de quienes se creen superiores o dueños de un poder especial.
El tema no es entre el senador y Engel, sino entre los intereses del primero y sus colegas con la mirada de una sociedad cansada de abusos. Tuvimos una larga dictadura y luego una política encapsulada que se ha ido desprestigiando crecientemente. Este desprestigio no sólo es fruto de la desvalorización que la dictadura hizo de la política, sino sobre todo de la acción (conducta) de los dirigentes políticos durante los últimos 26 años. Desde el indecoroso pacto de transición que los lleva a adoptar las orientaciones básicas del sistema de Guzmán y Pinochet hasta la conducción cupular que inhibe la participación y desvaloriza la acción política.
No cabe duda que una democracia sin partidos no funciona, porque termina en manos de caudillos y de aventureros o cautiva por quienes solo se mueven por sus intereses. Lo vemos en Venezuela, por ejemplo, donde la crisis de los grandes partidos por su corrupción y mediocridad terminó en lo que hoy existe. Pero eso no puede significar que los partidos tengan permitido hacer lo que les plazca a sus dirigentes. Los partidos se deben a dos realidades: su doctrina y sus militantes. Los partidos sin doctrina (partidos programáticos, pragmáticos, de clase, de intereses) pueden dañar severamente la convivencia democrática, pues sus decisiones no tienen más permanencia que la conviene a sus dirigentes. Los partidos sin militantes reales, falsifican la democracia. Decir que la Democracia Cristiana, por ejemplo, tiene 110 mil militantes es una alteración de la realidad, pues en sus elecciones internas nunca votan más de 20 mil. Y eso pasa en todos los partidos. Entiendo que los dirigentes que esperan recibir dinero del Estado por cada militante inscrito, quieran seguir manteniendo la realidad actual. Pero reconozcamos que eso es un atentado a la ética y a la democracia. Tener partidos falseados es tan grave como no tener partidos, porque lo que sucede es que la democracia se desvaloriza, abriendo el camino a aventuras de diversas especies.
Necesitamos certezas: que los que quieren ser militantes lo digan claramente en un acto personal de renovación del compromiso y no mediante subterfugios o trampas. Ampliar plazos no es sino una manera de seguir postergando lo central.
Pero el príncipe quiere seguir gobernando y para eso necesita intelectuales que le sirvan y no lo critiquen. Entonces dice que él sabe de política y el intelectual no. Dice que él conoce la realidad y nadie sabe tanto como él, aunque haya estudiado y, sobre todo, sea capaz de pensar en forma libre. Separa el pensamiento y las ideas de la acción política, tal como separa la ética de su propia conducta u olvida la doctrina que no le sirve a sus intereses de poder.
El senador Walker no tuvo reparos en contradecir la voluntad de los miles de militantes que aprobaron ciertas pautas claras de acción para los demócrata-cristianos en el V Congreso de 2007. No le importó que se acordara el rechazo a los aportes de las empresas a los candidatos ni que se dijera que el voto debía ser obligatorio igual que la inscripción. Porque él tiene su propia mirada y es la que vale. Dice que no se puede responsabilizar a los militantes: estamos de acuerdo, pues ha sido él como dirigente el que ha hecho daño al Partido. Él y quienes le han dado sustento han conducido a la reducción de los electores reales, a la disminución de casi un millón de votos de la DC, al desprestigio de la tarea política y al deterioro ético.
Mientras antes y mejor se haga el proceso de reafiliación, más posibilidades tenemos de que la democracia se fortalezca y que los partidos tengan dirigentes que representen lo que sus bases piensan.
¡Cuidado intelectuales, los príncipes están en armas!

domingo, octubre 11, 2015

La hora de negociar



Chile perdió el incidente en La Haya. Era previsible y hubo especialistas que lo dijeron claramente (José Rodríguez Elizondo, por ejemplo), con los que oportunamente manifestamos nuestro acuerdo. La verdad es que el único argumento que justificaba este incidente preliminar era la consabida frase que “no hay peor gestión que la que no se hace”.
Pero, una vez ya enfrentados al juicio mismo, me pregunto si acaso tiene sentido seguir adelante. Me explico: lo peor que puede pasarle a Chile es ser “condenado” a negociar. Por cierto, no se asegura el resultado de la negociación. Siendo así, ¿Por qué no negociar de inmediato y nos ahorramos, no sólo los cuantiosos honorarios de abogados, sino todos los gastos y tensiones inherentes a un juicio de esta naturaleza?
Allanémonos al juicio y vamos directamente a negociar. Propongamos formalmente relaciones diplomáticas e iniciemos una negociación que, larga o corta, debe tener por finalidad dar a los bolivianos el mejor acceso al mar posible y entregar a Chile las compensaciones suficientes por ello.
Esa negociación no podrá jamás considerar la entrega de territorios dividiendo en dos el territorio chileno. Se podría entregar un territorio costero, pero sin continuidad soberana con el territorio boliviana, lo que, por cierto no sería satisfactorio para los bolivianos. Entonces, no habría otra ´posibilidad de entrega de territorio soberano que hacerlo en la frontera norte de Chile. Como esos territorios algún día fueron peruanos, aplicando el absurdo tratado de 1929, habría que pedir al consentimiento de Perú para cederlos en soberanía a Bolivia, país que ya se opuso una vez.
Si se acordara ello con Bolivia, entonces habría que nuevamente pedir a Perú su consentimiento, país que podría decir que si o que no. Si dice que sí, miel sobre hojuelas, todo arreglado. Si dice que no, entonces juntos ambos países podríamos iniciar una presión internacional para asumir esa situación y mientras tanto arrendar ese territorio a los bolivianos.
Me asalta la duda: ¿por qué se opone Perú? ¿Pretende recuperar esos territorios, como dicen los grupos ultra nacionalistas? Si Perú se niega, querrá decir que no renuncia a recuperar lo que perdió en la guerra y eso es una amenaza para la paz. Sería beneficioso para todos que se terminara esa frontera chileno-peruana, con lo cual podríamos ambos países (los tres países en realidad) ahorrar cuantiosos recursos en gastos militares, lo que sería muy útil ante las necesidades que existen en nuestras sociedades.
Pero da la impresión que nuestra Cancillería, manejada con torpeza hace ya un tiempo, no logra medir los alcances de lo que se está haciendo y se solazan con discusiones diplomáticas y juicios con peluca y capa, sin asumir ni entender lo grave que esto para nuestro país.
Busquemos mecanismos de hermanamiento y vamos de inmediato a negociar: que Chile arme un equipo que considere a diplomáticos de talla y nivel (como nuestro embajador actual en la OEA), con políticos audaces e intelectuales y creadores. (Por cierto, me ofrezco a integrar el grupo, en homenaje a mi padre que fue embajador en La Paz y tuvo por 4 años las mejores relaciones entre ambos países). Entonces conversamos, analizamos y buscamos formas de dar satisfacción a las aspiraciones de ambos pueblos. Por cierto, Bolivia deberá saber que si obtiene un territorio como el que espera, no podrá seguir teniendo las franquicias que le da el tratado actualmente vigente.
El objetivo de Chile debe ser la paz de los pueblos de América, la desmilitarización y el desarme, la integración de los países y la progresiva eliminación de las fronteras, todo ello, sin perder soberanía o recibiendo las compensaciones adecuadas.
Terminemos de una vez con estas diferencias y empecemos a escribir la nueva historia de nuestro continente.