Publicado en www.cooperativa.cl
Las recientes elecciones presentaron numerosas
noticias que debieran ser de interés. Quienes nos interesamos en la política y
en la sociedad no podemos ver lo que sucede sin atender a las revelaciones de
la realidad. La única concusión seria que se puede sacar de esta elección es
que votó MUY POCA gente.
Sin necesidad de hacer grandes conjeturas, me ha
quedado claro que esta democracia
protegida creada por Guzmán con la ayuda de Pinochet, ha agotado a los
chilenos. Dije, hace ya muchos años, que ésta es una “democracia aparente”
y hoy no queda más que ratificar el término, por cuanto mal se puede hablar de
un gobierno del pueblo, cuando la participación electoral no llega al cincuenta
por ciento de los electores habilitados para votar.
El pueblo chileno no se ha sentido convocado, sobre
todo a partir de esa idea que la derecha ha difundido desde hace tiempo: al día siguiente usted igual tendrá que ir a
trabajar. Como si alguien sugiriera que la elección es un acto de magia.
La mitad de ese pueblo no ha votado, es decir, ni
siquiera expresa la opinión de rechazo propia del voto nulo ni tampoco el
desconcierto propio del voto en blanco. Es simplemente el desinterés en la
experiencia democrática, la falta de compromiso con el destino de la sociedad y
la falta de confianza en que los gobiernos podrán trabajar por solucionar los
problemas de las personas.
Una abstención tan alta (más del 50%) nos revela que
la mayoría de los chilenos mayores de 18 años no se sienten interpelados por
los que postulan a gobernar. Nada más.
No se cree en la democracia o se aprecia que la
mantención o no de este sistema no modifica sustancialmente la situación
individual de los sujetos llamados a participar.
Entrar en disquisiciones sobre si la abstención es
de uno u otro lado sólo conduce a concusiones livianas e indemostrables. No votar
es no votar. El que calla no otorga, sino que nada dice. Punto. Cuando en una
sociedad, la minoría de sus habitantes mayores de edad no participa de la
democracia, los que gobiernan tienen un bajo respaldo.
Lo que está en dificultades es la democracia misma,
la idea esencial de que el pueblo debe ser capaz de gobernarse a sí mismo,
dándose representantes legitimados por las mayorías, con ideas, con programas y
con la posibilidad de exigirles diálogo frecuente y consistencia con sus
mensajes al ser elegidos. Algo pasa en los que dirigen la sociedad, que no son
suficientemente creíbles, que no parecen respetables a los ojos de los
ciudadanos. Observemos, por ejemplo, el resultado de las encuestas sobre el
actual Presidente de Chile: la mayoría de la gente no le cree. ¡No le cree! Es
decir, se piensa que no dice la verdad. Y eso se aplica a muchos de los
candidatos a distintos cargos. De todas las ideologías.
¿O es que se ha generalizado la conciencia de que
los actuales dominadores de la política no tienen interés verdadero en que los
ciudadanos participen? Puede ser exagerado, pero siento un viento a la
República de Weimer, ese desánimo de los alemanes entre la derrota de 1918 y la
llegada del nazismo. Un cierto aire de que no importa tanto la democracia, que
la participación puede reducirse a un voto voluntario cada cierto tiempo, que
no hay proyectos inclusivos del pueblo y de las personas y que da lo mismo
votar o no, porque sólo cambian los administradores del sistema y nunca el
sistema mismo. Y entre unos administradores y otros, no habría gran diferencia.
Otros dicen que la baja participación es porque los
llamados “incumbentes”, es decir, estos parlamentarios que se repiten
majaderamente en los cargos y que no se la juegan por modificar nada
sustancial, que hacen discursos no veraces, que cometen actos de corrupción y
no son sancionados políticamente, que se siguen haciendo elegir usando malas
artes, ellos, están dominando la escena. No los nombraré, pero su imagen ronda
en nuestras cabezas, ya sean senadores o diputados, mientras otros del mismo
estilo se preparan para ser ministros del gobierno que resulte elegido. En un
modelo tan cerrado, cupular, aparecen elegidos personeros que se revisten de
oropeles que no les pertenecen o que dicen ser aptos para los cargos solamente
por haber servido otros, sin que nadie pueda preguntarse si haber sido
subsecretario de algo lo habilita para ser senador o diputado o si cuando tuvo
ese cargo lo hizo bien o mal. Es la imagen, sólo la presencia de su nombre. Es
conocido. Y eso puede bastar.
Lo que para mí es una dolorosa derrota, la de
Soledad Alvear, al menos tiene el consuelo de que el ganador es un hombre que
aporta positivamente en la política. Lo que no sucede con la de Undurraga y
muchos otros, que se vieron sobrepasados por las máquinas poderosas organizadas
desde el poder y la riqueza.
La democracia chilena ha demostrado cierta
precariedad, tanto por la escasa votación como por la forma en que lo hicieron
esos chilenos. Es como decir “para qué
voy si siempre es lo mismo o si voy, prefiero votar a ganador que abrir otras
opciones”.
El sistema electoral es definitivamente malo. Deja
muchos vacíos que van desde la inscripción de candidaturas hasta los que
resultan elegidos de un modo no representativo. La democracia aparente que se
ha construido en Chile carece de otro mecanismo real de intervención ciudadana
que no sea la votación periódica. Eso no puede seguir así, pues se arriesga
mucho.
El país requiere una democracia verdadera, donde el
pueblo participa activamente, donde se cambie el concepto de “masa informe”
para referirse a los ciudadanos, por el de una comunidad nacional organizada.
No es “la gente”, sino las personas. Eso se debe expresar en normas
constitucionales, pero también en actitudes: no es necesario que una ley
obligue a ciertas y determinados comportamientos para que los políticos actúen
con corrección.
Los partidos son indispensables en una sociedad
políticamente organizada, pero también debe haber espacios para la
participación de las personas que no son militantes. Mientras más canales de
participación existan y más activos estén, mejor será para la sociedad toda y
para cada una de las personas. La política, es decir las cuestiones del poder y
las decisiones que afectan a los habitantes del país, no puede ser asunto de
clases, de grupitos, menos aún de camarillas o alianzas de intereses
transversales.
Si miramos a la sociedad de esta manera, tal vez
podamos recuperar el sentido de intervenir, de participar, de concurrir a votar
y ser capaz de exigir que se respeten los derechos y se cumplan los deberes.