La pena es muy grande.
Porque Juan Bustos murió y tengo la impresión de que fue antes de tiempo. Yo entiendo muchas cosas sobre la muerte y la trascendencia. Acepto que él está mejor y que seguirá actuando con su energía.
Pero nos hará falta.
Lo conocí hace casi 40 años, cuando yo era alumno en Derecho de la Universidad de Chile y él era profesor de Derecho Penal. Yo fui alumno de su partner, su amigo y compañero de jornadas, Sergio Politoff, quien le profesaba una tremenda admiración.
Por desgracia la política nos separó, en un momento en que ambos éramos demasiado jóvenes para darnos cuenta de la importancia de ciertas realidades y exigencias de la democracia. Reconociendo su brillo intelectual, cuando él fue candidato a Director del Departamento de Derecho Penal, yo trabajé por otro candidato, tan irrelevante que ya ni recuerdo quien fue.
Pero vino el golpe de estado y muchos entendimos todo lo que nos había cegado la circunstancia. El dolor, los padecimientos, las persecuciones, la necesidad emocional y ética de defender a los perseguidos, nos fueron conectando con aquellos que algún día nos miraron con recelo. Bustos, como tantos otros, se fue al exilio y de él sólo comenzó a saberse por su perfeccionamiento creciente en el ámbito del derecho penal. Como abogado dedicado a las defensas penales y de los derechos humanos, Juan Bustos comenzó a ser un referente frecuente por sus artículos, sus libros, sus clases a amigos comunes que estudiaban en Europa.
Y de pronto mi querida amiga Claudia Chaimovich, abogada de derechos humanos, madre querendona de sus hijos, entusiasta, vehemente, luminosa, me cuenta que se enamorado de Juan. Y Juan vive en Barcelona y ella en Chile y el romance se hace difícil y por eso parece crecer el amor. Claudia y yo en algún momento conversamos acerca de esos amores que parecen ser eternos porque están distantes, pero que al juntarse todo se diluye en la nada, el tedio o la sorpresa de las diferencias. Pero el amor de Juan y Claudia fue capaz de superar esas y muchas dificultades, incluidas ciertas limitaciones económicas. Vivir en Barcelona en un “piso” estrecho, con dos niños inquietos, padeciendo la distancia del país para Claudia y la distancia con sus hijos carnales para Juan, además del exilio, parecía ser demasiado. Pero en medio de eso nació Sofía del Mar y el amor se fue mostrando consolidado.
Gran persona Juan: sencillo en su grandiosidad, prudente, dado a escuchar, a atender y entender a los demás, a considerar los argumentos ajenos, pero sólido en sus convicciones, gran explicador, gran profesor, paciente y buen argumentador. En alguna ocasión conversamos en Barcelona y él me contó que quería volver a Chile, pero necesitaba una plataforma de desembarque. Entonces yo era decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Humanidades de la Universidad Nacional ANDRÉS BELLO y me di cuenta lo que Juan me pedía, asumiendo que en realidad era una oportunidad que no podíamos perder como centro de estudios superiores. Tenerlo a él trabajando los temas del derecho penal con nuestros académicos y estudiantes era un sueño más allá de todo lo que un soñador como yo podía pretender. Y con la ayuda de Francisco Javier Luna convencí a Víctor Saleh, dueño de la universidad. Juan llegó a Chile traído por nosotros. Se le abrieron otras puertas, pero él fue leal y dijo que no a las tentaciones de dejarnos cuando le pidieron exclusividad. Hasta cuando la universidad se vendió a nuevos inversionistas que la alejaron del proyecto académico que habíamos fundado en algún momento.
Juan era, para mí, el paradigma de la inteligencia y de la solidez intelectual. Su modestia, su delicadeza, eran parte de su alma. Conocí a su madre, que vivía en esas épocas en la Avenida Grecia, Ñuñoa, y me di cuenta de algunos ribetes de una historia dura, de privaciones y dolores de este hijo único que había alcanzado alturas intelectuales insospechadas.
Quise y admiré a Juan Bustos. Su partida me hace llorar, porque ya su voz no llenará los espacios de duda y desesperanza con palabras sabias, profundas, simples y hermosas. Cuando se hablaba de temas conflictivos en lo jurídico y especialmente en materia de derechos humanos, yo me preguntaba “¿Qué pensará Juan?” Y su palabra en las radios o en el teléfono era clarificadora.
Es fuerte decirlo, pero siempre o casi siempre tenía la razón.
Llegó a ser diputado, fue querido por su pueblo, admirado por sus pares, respetado por los funcionarios y los políticos. Murió como Presidente de la Cámara. Él sabía que la muerte estaba cerca y quiso ejercer ese cargo. Tal vez algo en su espíritu le decía que estaba bien la modestia, pero que su partida debía ser aleccionadora. Y lo fue: una semana antes hablaba, estaba entusiasmado con proyectos, aunque sentía en su fuero interno la partida cercana. Soledad Alvear me dijo que él le recordó que tenían una reunión pendiente para este miércoles que recién pasó. No alcanzó a ir. Pero Juan Bustos vivió hasta el último día, con esperanzas, con fe, con pasión, con prudencia, con esmero, con delicadeza. ¿Sabio? Si. Pero sobre todo un alma fina, generosa.
El amor con Claudia fue creciendo. Y nació Ignacio, lo que parecía una locura a su edad. Y ahí están los hijos, los propios y los apropiados, todos, orgullosos de su padre.
Juan murió. La pena se nos irá pasando, pero su recuerdo debe quedar vigente. Justamente porque no hay muchos como él, su liderazgo se alza con la partida para que otros tomen su imagen y la proyecten en acciones concretas de vida, con la secreta esperanza de que quizás recuperemos la senda.
(Releo lo que he escrito y me digo: es menos de lo que esperaba decir, de lo que quería escribir, pero la pena sigue ahí)
domingo, agosto 10, 2008
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1 comentario:
Querido Jaime:
No esperaba menos de ti, y solo agrego la admiración y respeto que le tenían y le tienen sus alumnos.
Me quedo grabado el rostro de Claudia, cuando nos encontramos en el Tavelli hace no más de dos meses, y preguntaste por él, no respondió, te miro y se fue. Ahí supe que llegaba el final para él.
Un abrzo,
Miguel Angel
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