La partida de Carmen nos lleva a
reflexionar sobre lo que personas como ella aportan a la sociedad. Una mujer
sencilla, de natural inteligencia y alta capacidad de trabajo, se comprometió
desde joven por sus ideales y asumió la hermosa tarea de ser militante de la
Democracia Cristiana.
Convencida de sus ideas, llevó
adelante una vida intensa, expresando en cada conducta suya el contenido
esencial de un modelo de sociedad con el que soñaba: justicia, fraternidad,
respeto por la persona humana.
Afectuosa, atenta, de gran
espíritu de sacrificio y colaboración, Carmen fue una demócrata cristiana
ejemplar. No exenta de errores, supo reconocerlos y luchar por la superación.
Se hizo cargo de su entorno: las
personas que la vida le confió, los vecinos, los camaradas. Imbricada en las
tareas del diario vivir, fue generosa y esforzada, yendo más allá, incluso, de
lo que su físico le permitía.
Basta ver a Ana María, para darse
cuenta de cómo ella formó a los suyos, cuánto amor entregó y cuanta solidez
hubo en cada uno de sus actos. La misma entrega, el mismo sacrificio, la misma
solidez de las ideas, rindiendo siempre al máximo y haciendo bien todo lo que
la demanda.
Carmen no fue suave con todos.
Combatía con fiereza si era necesario, alzó su voz, salió a las calles y también
se ocupó de los detalles que solo una madre o una dueña de casa sabe reconocer
como urgentes: una palabra de aliento, un vaso de agua, un cariño al candidato
derrotado, un reafirmación del compromiso en el diario caminar de una campaña.
Rodeada de los camaradas, de los
amigos, acompañada en sus últimos meses de vida terrena con amor, partió
dejando tareas: el ejemplo de una vida consagrada a la vida, de una existencia
comprometida con sus convicciones y con las personas.
Nos deja tarea, desafío: ser
fieles a un pensamiento y a una manera de vivir.
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