Este texto fue publicado como columna en The Clinic en la edición del día
17 de diciembre de 2015, como una respuesta a las declaraciones de José Maza,
quien se refirió a mí como “un charlatán”.
Tengo un profundo respeto por la
ciencia y sobre todo por los científicos. Como humanista, creo que la gran
riqueza del ser humano consiste en ser multidimensional: no se agota la persona
en ninguna de sus dimensiones, sino que se expande desde cada una de ellas
hacia su relación con las demás. Esta mirada, por cierto, no es nueva. La
encontramos ya en los más antiguos libros de sabiduría, religiosos o no.
El trabajo de los científicos, de
alta exigencia, de método riguroso, moldea personalidades y estilos de conducta
que, a veces, los hace aparecer más categóricos e intolerantes de lo que
corresponde, porque adhieren a sus conocimientos con una fe y una pasión más
propias de otras causas: con la convicción de que se ha encontrado una verdad
definitiva.
Sucede, sin embargo, que la mayor
riqueza de la ciencia moderna es haber dejado en evidencia que los paradigmas y
las verdades “absolutas” se desmoronan con cierta facilidad, especialmente en
una época en que los datos disponibles se duplican varias veces en la vida de
un ser humano.
La biología y la física, por
nombrar las dos ciencias con más divulgadores, han dado cuenta de cambios
profundos, relegando las verdades asumidas hace poco como incontrarrestables a
desvanes en los que puede perderse hasta el recuerdo. Partículas y cuerdas, la
infinita fracción de la materia, el movimiento perpetuo de la energía, el valor
de las membranas celulares por sobre el ADN, la relación entre la psiquis y la
salud física (las emociones y el cuerpo), son algunos de los temas sobre los
cuales la ciencia ha ido cambiando, llegando a veces a rectificaciones muy
profundas.
A su vez, las investigaciones
arqueológicas han cambiado paradigmas al descubrirse aspectos de nuestros
antepasados que eran desconocidos. La convivencia de especies humanas que antes
se creían sucesivas, la existencia de ciudades donde se suponía que no las hubo,
el hallazgo de bibliotecas sumerias bajo las arenas de Irak, las dudas sobre
las dataciones de los templos antiguos, nos hacen pensar que estamos volviendo
a descubrir nuestro pasado.
Es por eso que los científicos
debieran cultivar más la virtud de la humildad, sabiendo que su inteligencia
puede ser muy grande, pero las preguntas y las respuestas son más grandes y
desafiantes que su propia capacidad de conocer. Si solamente aceptaran que
antes de ellos existieron otros humanos que tuvieron muchos conocimientos, que
hubo avances de la especie que no tienen suficientes explicaciones en la mera
evolución, tal vez podrían convivir mejor.
Cuando en The Clinic se entrevista a José Maza, científico del que he tenido
siempre excelentes referencias intelectuales y cuyos méritos para ser premiado
no se pueden discutir, se le permite decir todo lo que piensa. Pese a que las
propias disciplinas que él cultiva han dado cuenta de los cambios profundos de
enfoque, él sigue creyendo que lo que sabe es todo lo que se puede saber, que
sólo pueden pasar aquello que él ha probado y que la razón es la explicación
suficiente para todas las cosas.
Él tiene derecho a pensar así y
elevar sus disciplinas a la categoría de adoración (ya lo hicieron los
revolucionarios franceses hace más de dos siglos). Lo que no me parece correcto
es que se sienta con derecho a descalificar personas solo porque discrepan de
sus creencias. A título gratuito y sin mediar siquiera mención de mi nombre por
parte de la periodista, él me menciona y califica como “charlatán”. Su larga
entrevista revela que él habla más que yo y sus opiniones dejan ver falta de
sustancia suficiente.
Demuestra no sólo carecer de la humidad
tan cara a los hombres y mujeres de ciencia, sino que falta de respeto por la
persona. Especialmente cuando invoca una proposición de debate que le habría
hecho un canal de televisión y cuyo hipotético rechazo reside en que no podría
hablar con alguien como yo. Por mi parte, puedo hablar con todos, sobre todo
para escucharlos.
Sigo validando la ciencia y
respetando a quienes la cultivan, pero defiendo con ahínco el derecho a tener
distintas miradas sobre la realidad. El cuerpo, la mente, la espiritualidad y
la emocionalidad, son dimensiones humanas que no se pueden negar y nos ofrecen
la posibilidad de dignificar a la persona. La convivencia social y las
relaciones entre las personas reclaman respeto por las ideas, las creencias,
las convicciones, pero sobre todo por y entre los seres humanos que las
sostienen.
Yo trabajo con los libros de
sabiduría no religiosos y estoy abierto, en mis cursos, en los talleres y en mi
trabajo de atención de personas, a indagar por los misterios, el más grande de los
cuales es el propio ser humano y sus procesos de desarrollo y transformación.
Creo en la trascendencia y en el ser humano. La razón es parte de la respuesta,
la ciencia también, pero hay otras formas de llegar al pleno desarrollo de la
persona humana.